Teles

Era un hombre que pocos recordarán. Murió la semana pasada. Nació en 1930. Uno más de los millones a los que la historia les pasa por encima sin que se enteren. Espero que este post quede como el mojón que encuentras en un camino y que habla de una antigua presencia. Unas piedrecitas sobre otras. Quien sabe quien las puso. El cielo de la humanidad está en la memoria, por desvanecida que acabe, por pocos que puedan leer esto.

Algunos le llamábamos papá, pero se llamaba Telesforo, así, a lo griego, el que trae o contrae la distancia, aunque todos le llamaban Teles, lo que daba para mucha chanza. Que si pon la Teles, que si suena el telesfono, que si llaman al interforo, que si nos subimos al telesférico. A él le importaba un comino. Más bien se aprovechaba de su nombre para tomar el pelo. Una vez, haciendo la mili en el Pirineo, se hizo llamar Cristóbal Colón porque el sargento no se creía su nombre: “Así me gusta”, dijo el chusco, “nombres y hombres de verdad”. Ya ves, Colón, el que trae o contrae la distancia.

Así era él, un Séneca moderno, cordobés, como toca, estoico, honesto, seco en las bromas. Los hombres buenos son así: sin aspavientos ni glamour.

Vino a Barcelona de pequeño con una mano delante y otra detrás, con el grueso de la familia. Su padre, el abuelo Juanico, era el de los jeringos (los churros) en el pueblo. Antes de acabar la guerra, ya había perdido todo lo poco que tenía. Así, que a Barcelona! apiñados en el “tren de las 70” (horas). Al llegar, Juanico lo envió a hablar con un tío suyo, un jefecillo de policía que operaba en el Estadio de Montjuïc repartiendo indistintamente ostias y prebendas entre los inmigrantes que se concentraban en su interior. Mucha prebenda no cayó, pero sí algunos contactos que hicieron que la familia acabara instalada en un bajo de ratas por la calle Sant Pere més Baix, en el barrio de Santa Catalina, cerca del mercado, y que Teles consiguiera ser mozo de tienda.

Fue creciendo junto a la pandilla de amigos en las calles del Raval, del Chino de entonces. Cuando dejaban de trabajar por la tarde, iban Rambla arriba y abajo, siempre fascinados con todo, con las calles llenas de señoras que ofrecían servicios, jugando al fútbol en cualquier sitio, comiendo jeringos. A veces, pasaban la Gran Vía y flipaban con la vida del Ensanche. Teles iba mucho por ahí haciendo recados y poco a poco fue entendiendo el catalán, predominante en el negocio textil en el que se movía. Pronto lo habló. No tenía mal acento, y el hecho de que como cordobés no ceceaba le ayudó mucho. Aunque metía gazapos considerables, a él eso nunca le importó. Contaba que a veces se mofaban de sus castellanadas, pero que él siempre contestaba lo mismo: “Vale, ¿y cuál es la forma correcta?”. Así era él, nunca se tomaba nada personal, todo conflicto era una forma de aprender. Uno de sus consejos era: “Si alguien te grita, tú te callas. Y cuando acabe, le dices: Como le iba diciendo…”. Lo he aplicado muchas veces. It works.

Creció y siguió en el mundo textil, de viajante comercial y representante de fabricantes de ropa de Sabadell y Terrassa, quienes como reconocimiento a décadas de dedicación le regalaron, al jubilarse, una pluma Montblanc. “Ni la tinta me dieron. Uns garrepes”, exclamó. Conoció a la que sería su mujer, Merche, una maña con algunas ínfulas de clase y muy exigente en lo relativo a la moral. Lo que llamaríamos una fachilla de la época, imbuida de Pilarica y academia militar de Zaragoza. Una buena mujer, pero poco curiosa. Teles acaso vio en ella una posibilidad de ascenso social (su suegro era también agente comercial de ropa y ya se hacía viejo para mantener a todos los clientes catalanes). Merche quizás vio en él la ocasión de evitar la soltería. Por aquellos días se estaba terminando de construir el barrio de las Viviendas del Congreso Eucarístico, un invento de los curas y de algunos constructores para dar salida a una especie de experimento social; juntar a inmigrantes católicos poco conflictivos y a los subalternos de los mandamases municipales con los ocho apellidos catalanes. En nuestro bloque, vivía el chófer de Fecsa, un técnico de no sé qué empresa municipal, el cajero de una entidad de ahorros, un guardia urbano, gente así. Todo iba por concurso y mérito, pero Merche tenía una buena amiga en la oficina de reparto y los coló. “Para eso sirve la moral”, decía Teles, “sólo se hace uso de ella cuando conviene”.

Nunca lo conocimos asustado hasta que se hizo viejo. Cuentan que una noche, unos amigos le quisieron gastar una broma pesada durante unas vacaciones campestres: enviaron a alguien a esconderse en un cementerio por el que Teles pasaba a menudo. Cuando se levantó el agazapado para darle el mortal susto, Teles dijo impertérrito: “Pepe, ¿qué coño haces ahí?”. De mayor, ya fue otra cosa; vivió con la congoja instalada en el estómago. Se convirtió en otro hombre, agarrado a la mano de Merche durante largos años, demasiados. Dejó de ser estoico. Normal. Los últimos años fueron una bola extra intolerable.

Muchos domingos nos reuníamos con la familia en los descampados de los arrabales de Barcelona, siempre junto a autopistas y carreteras. Se abrían los capós y salían de ellos mesas y sillas plegables, lonas de plástico, fiambreras, neveras de mano, radiocasetes, balones de fútbol y un chiquillerío infinito que después a duras penas se podía volver a meter en los coches. En aquellos días vimos que Teles era un delantero frustrado. Tenía un regate infalible. El pequeño Kempes le llamaban sus hermanos.

Su fuerza ética, que no moral -que aborrecía-, era sustantiva. Un día lo atracaron a la puerta de casa, le robaron lo que llevaba y le dislocaron el hombro. Mientras le tomaban declaración, le preguntaron por los rasgos físicos del agresor. Respondió que tenía la nariz y los labios grandes. El policía le preguntó si era negro. Al decir que sí, le recriminó: “Joder, ¿por qué no me lo ha dicho desde el principio?”. Y mi padre, doy fe, le contestó: “¡Y qué importancia tiene eso! Como si los blancos no me robasen también”. Era así, un grande de España.

De lo único que se arrepintió fue de votar dos veces a Pujol, “ese engañabobos”, decía.

Le pirraba la montaña. No había excursión a la que no se apuntara.

Un día trajo un tocadiscos. Estábamos que nos salíamos. El primer disco que entró en casa fue “Made in Europe”, de Deep Purple. Fue poner “Burn”, el tema de entrada, y se produjo un incendio en los oídos de Teles tras escucharla a todo volumen durante una semana. Él había traído el cacharro pensando más en Bach o algo así. Fue la primera y única bofetada que me llevé. Se arrepintió mucho y entendió que el proceso de aprendizaje filio paternal iba a tomar una dirección distinta a la prevista. Serían los hijos quienes educarían a sus padres, como así fue en gran medida. Estudió rápido. Llegó incluso a comprender por qué “British Steel”, de Judas Priest, era un canon de la música del siglo XX. Llegó hasta tolerar que mi hermano votara a partidos abertzales. La idea de que todo era posible si se analizaba por qué era posible fue su principal lección, la de él a nosotros y la de nosotros hacia él. Simplemente que ello pudiera ocurrir en casa hacía de Teles una fuente de inspiración. Los padres de nuestros amigos no eran cómo él, tenían más glamour, más dinero, mejores vacaciones, pero no eran como él. Un día alguien dijo en la mesa: “Papá, ¿por qué no vamos a París o a Roma en verano? ¿Es que somos pobres?”. “No, y si lo fuéramos, recordad que somos millones. Que nadie os diga que la pobreza es una condición individual, es colectiva. Es la trampa más vieja que hay: Hacer culpable a alguien de su miseria”. Naturalmente, lo primero que se nos vino a la cabeza era la guillotina. Pero Teles no estaba por ninguna revolución. Pocos niños de la guerra lo están. Siempre decía: “Sólo se trata de ser justo”.

Cuántas cosas puede uno contar de un hombre insignificante. Cuántas historias de esa tropa humana que nunca se hace oír, pero que resultan ser el ruido de fondo. Un día me dijo: “Oye, no por mucho leer se es menos gilipollas”. Esa frase ha retumbado en mi cabeza como un trueno, siempre. He leído mucho y he escrito mucho. Pero nunca he podido engañar a Teles. Su baremo para conocer si sus hijos habían merecido la pena era saber si habían sido justos. Ya nunca se lo podremos preguntar. Y a mi me queda aún media vida para preguntármelo, como un trueno que no cesará.

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BIENNAL 2064

“Biennal 2064” és una exposició sobre els oracles en l’era de la intel·ligència artificial.

Si els dispositius digitals acumulen tantes dades és per projectar tota mena de pronòstics de futur. És la funció dels algoritmes, que han pres el relleu dels antics oracles. Els nous auguris, però, tenen tots els punts per complir-se: quan prediuen el futur, descarten del present tot allò que no el fa possible. Alhora, editen el passat per ajustar-lo a la predicció que han fet.

Això té lloc ara mateix, i ens permet veure què passa amb la memòria en un règim de dades revolucionari en el qual les imatges dipositàries de la vida s’han fet vidents i diuen coses que no sabem.

Us presentem algunes d’aquestes noves sibil·les. En consultar-les sobre la passada Biennal 2064, el gran esdeveniment de l’art immersiu, van acabar parlant d’obres oblidades, de sinergies marginals, de visions “descartades” al llarg de quaranta anys.

Són esquerdes, com les accions de Kriska Li als anys trenta, els fets de la sonda Voyager, l’anarcronisme, els corrents psíquics dels quaranta, els AIconòstasics… experiments destinats a malmetre l’auguri, a interrompre la predicció, a desertar del futur.

“No hi ha res inevitable, el temps no existeix. És l’ull que ho aplega tot al davant”, diu la vident, flipada.

Una recerca de Roc Albalat, Clara Boj i Diego Díaz, María Cañas, Col·lectiu Estampa, Núria Giménez Lorang, Jorge Luis Marzo, Júlia Montilla, Àngela Novo, Roc Parés, Arturo fito Rodríguez.

Del 3 de juny al 25 de setembre de 2022.
Inauguració, divendres 3 de juny a les 19h Bòlit_LaRambla i Bòlit_PouRodó.

Una coproducció de Bòlit, Centre d’Art Contemporani de Girona, La Virreina Centre de la Imatge de Barcelona i el Centre de Cultura Contemporània del Carme de València.

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the sound of modern dispair

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Russki, cagaos, aquí ya hemos bajado un grado el termostato

La URSS, el experimento social más influyente y duradero de la era moderna, no podía liquidarse como si nada en el McDonald’s de la Plaza Pushkin de Moscú. Y ahí está la guerra. No sé nada de los tejemanejes que se traen europeos y americanos, que no deben ser pocos, porque hace décadas que llevan matando a peña y dando por saco y no les pasa nada. Gorda debe estar cayendo, porque nos piden bajar un grado el termostato. Grande Borrell. Pero sí sé que esto de los rusos no va bien. De los imperios orcos nunca sale nada bueno. Miren España. La derrota de los alemanes en 1918, y el cuento de la puñalada en la espalda, me suena igual que el rollo este de Putin de ver el fin de la URSS como una tragedia indispensable. Huele feo. Fueron 74 años «juntos» y todo eso. O sea, ponte a un lado, que el sentimiento es muy fuerte, al estilo Mazinger. En fin, lo que quiero decir es que las crisis sólo beben de otras crisis: lo leí el otro día en un manual médico de esos que hay tantos hoy. Se ve que Putin es la historia de un hipocondríaco en la era de la covid-19. También es mala suerte para todos. Como Hitler con sus acuarelas. En serio, el pobre lo ha pasado fatal. Muy pocos colegas al lado, todos supervacunados o en el otro lado de la mesa y mucha pantalla. A ver, es un tipo del KGB, un cosaco alfa que no parpadea cuando te aplica el detector de mentiras en el fondo del calabozo. Pues lo del virus lo ha dejado muy chafado, con todos los proyectos que tenía y que hoy conocemos, y que en resumen es dar por saco. Por su parte, los ucranianos, que están ahora mismo muy jodidos, también estaban de mierda hasta arriba antes de que esto empezara. La corrupción y las mafias gobiernan allí. Y no van de guante blanco, como aquí. En algunas cosas ya se parece a México. Ahora Europa les dice que entrarán en el club un día de estos, cuando todo el bar del segundo piso está atestado de rusos con pasta que viven en Londongrad. Pues eso, que no pinta bien, y que los anuncios ya hablan de bombas hiperventiladas y guerra química. Ah, y de las zonas de exclusión aérea, que parece que lo hagan a posta, con todos los negros haciendo cola en la frontera exterior mientras los blancos son rescatados. Mentir a toda madre, mentir para que te apartes, sin saber quien es quien ni poder decidir de qué lado estás. Por consiguiente, camaradas, dejen de tocar las pelotas, que llueve sobre mojado desde hace ya mucho y los incendios ya solo se apagan por la mierda que cae. Ahora que me iba a quitar la mascarilla. Bueno pues… Russki, go fuck yourself. Aquí ya hemos bajado un grado. 

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LA CORBA

Un reportatge sobre l’ús de les gràfiques en la gestió de la pandèmia de la covid-19.
Direcció: Jorge Luis Marzo & Fèlix Pérez-Hita
Càmera i so: Andrea Pérez-Hita
Producció: Montse Pujol
Amb la participació de: Màrius Boada, Lorena Elvira, Albert Carles, Clara Prats, Manel Medina, Cristina Rovira, Israel Rodríguez Giralt, Anna Llupià.
Aquest projecte ha comptat amb el suport de les beques «Premis Barcelona 2020» de l’Ajuntament de Barcelona.

Versió subtitulada a l’anglès:

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El botón del pánico

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Biennal 2064

Dimecres 17 i dijous 18 de novembre, de 19 a 21 h

-> Reserva d’entrades

Els efectes de la passada Biennal 2064 en el món de l’art han estat profunds. El triomf de The App va ser per primera vegada qüestionat en desvetllar-se les primeres esquerdes del model curatorial i expositiu d’estructura algorísmica descentralitzada. En aquella edició, el mateix sistema de selecció i disseny curatorial va fer la primera autocrítica del seu treball i va deixar entreveure la necessitat de recuperar algunes pràctiques artístiques relacionades amb certs teixits creatius locals i de resistència política (el que Ángela Novo anomena «descarts») que havien estat inspiradors per al sistema de l’art a partir de la dècada de 2030.

Es podria dir que aquella petita ferida, enunciada com a mera anècdota pel mateix sistema curatorial, va posar sobre la taula l’existència ombrívola de certes metodologies de treball de voluntat historiogràfica que havien passat desapercebudes i que articulen un contramodel que permet traçar nous mapes i narratives de les singularitats artisticoculturals del període esmentat. D’aquesta manera van sorgir diferents iniciatives amb la intenció d’analitzar els processos creatius enfosquits pel sistema tecnocuratorial i així recuperar propostes divergents en zones comunicativament enfosquides o situades en els marges de la disciplinada maquinària de l’art. L’anàlisi d’aquests projectes i treballs, de la seva conformació i polítiques expositives, així com la recuperació d’alguns importants «descarts», constitueixen l’eix central d’aquestes jornades.

Aquestes conferències són un avançament del projecte expositiu homònim, actualment en producció, que tindrà lloc el 2022 (Bòlit, Girona; La Virreina Centre de la Imatge, Barcelona).

La dissertació anirà a càrrec de R. Albalat, A. fito Rodríguez i J.L. Marzo, membres del col·lectiu Ángela Novo.

Aquestes conferències s’emmarquen en la programació del Festival Panoràmic 2021, impulsat per Roca Umbert Fàbrica de les Arts (Granollers), i dedicat en aquesta edició a l’exploració de la incertesa, l’atzar i la predicció.

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Mutualize the present

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The Girl Chewing Gum, 1976 (John Smith)

Gràcies a Estampa pel passi. De fet, van ser ells qui van dur el John Smith a Barcelona fa uns anys.

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El mundo está enfermo. La cura es Google

Incertidumbre, caos, pánico, violencia? Bah, siempre estará Google.

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Monumento al ratón de laboratorio

El monumento al ratón de laboratorio fue erigido en un centro de investigación genética en Novosibirsk, Rusia, en 2013. Fuente: Wikipedia

El d_efecto barroco: la necropolítica visual que convierte la desaparición, el asesinato y la explotación en alegre magia cultural.

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Camuflaje en Tik Tok

Para evitar la censura de Tik Tok, que prohíbe los mensajes políticos, se inventan nuevas formas de camuflaje e infiltración.

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Inmersiones XIV – Artes adivinatorias

https://inmersionesgasteiz.wordpress.com/

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El primer ángel

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Origen del término «hispanidad»

Extracto del libro La memoria administrada. El barroco y lo hispano, de Jorge Luis Marzo (Katz, Madrid, 2010, pp. 20-28)

El término hispanidad es de origen confuso. Ciertamente nadie lo utilizaba en tiempos coloniales. Se hablaba de la América española y la América inglesa. Si en los Virreinatos y en España existía un sentimiento de unidad o de pertenencia a un espacio común, difícilmente podía éste expresarse a través de metáforas que fueran más allá del mero referente principal de poder: la corona. La monarquía y su aparato institucional (en especial, la figura de los virreyes) funcionaron como elementos de referencia ante la falta de conocimiento real de lo que ocurría en el extenso territorio dominado por España. Es muy significativo este punto, puesto que ni la movilidad interna entre los dominios era importante, excepto en el ámbito político y clerical, ni la emigración española a América fue tan abundante como parecería a simple vista: entre 300 y 400.000 españoles emigraron a América hasta finales del siglo XVIII.[1]

El desconocimiento de la realidad plural americana y española ha marcado indeleblemente las definiciones de la misma. Un ejemplo de la ignorancia sobre lo americano en España nos lo da la experiencia de muchos viajeros, en especial religiosos y comerciantes. Servando Teresa de Mier, dominico mexicano exiliado en España, anotaba lo siguiente en 1818: “Nos preguntaban en Cataluña, durante la guerra, si el rey de Castilla que nosotros teníamos era el mismo suyo. El nuestro, decían, es el rey de Madrid. No es esto de admirar en Cataluña. En Madrid, diciendo yo que era de México: ¡Qué rico será su rey de ustedes, pues de allá viene tanta plata! En la oficina del rey en Madrid me sucedió entrar, y diciendo que era americano se quedaron admirados. Pues usted no es negro –me decían. Por aquí ha pasado ahora un paisano de usted, me decían los frailes de San Francisco de Madrid, y preguntándoles cómo lo conocían, me respondieron que era negro. En las Cortes, el procurador de Cádiz, clérigo filipense, preguntó si los americanos éramos blancos y profesábamos la religión católica. En algunos lugares, oyendo que yo era de América, me pedían razón de fulano o zutano; es fuerza que usted lo conozca, me decían, pues tal año pasó a las Indias. Como que éstas se redujesen a algún lugarejo.”[2]

La hispanidad y lo hispanoamericano, como términos, probablemente fueron utilizados originalmente por Simón Bolívar, también en 1818, en sus esfuerzos diplomáticos por poner fin a la guerra entre España y América, y establecer una federación hispano-americana con igualdad de derechos y eliminación de aduanas. Pero será hacia finales del siglo XIX que la expresión “hispanidad” empezará a dotarse de nuevos argumentos con la pérdida española de las últimas colonias americanas y su cesión a la tutela de los Estados Unidos. El creciente recelo de muchos países americanos a la política del “big stick” del gigante empujará a algunas de sus elites políticas e intelectuales a un acercamiento a España, que coincidirá, a su vez, con la conciencia española de la pérdida. Esa reflexión intensa y desasosegada se acabó condensando en la llamada Generación del 98, influyente donde las haya en la construcción moderna del mito histórico español.

El mexicano Justo Sierra se encargará –como el nicaragüense Rubén Darío o el uruguayo José Enrique Rodó- de redefinir esa nueva relación. En 1900, Sierra pronuncia ante los asistentes al Congreso Hispanoamericano de Madrid un discurso de franca reconciliación con “nuestra gran madre histórica” en el que fijaba los elementos distintivos entre la cultura “latina” y la que él denominaba “germánica”: “Conviven en nuestro continente el grupo latino y el grupo germánico, y tenemos tendencias distintas, es indudable; nosotros consideraremos siempre la acción individual como un medio de realizar la solidaridad social, y el grupo germánico, en su rama sajona sobre todo, considera a la sociedad como un medio para reforzar la acción individual; entre estos dos polos se mueve el mundo moderno”.[3]

Sierra tiene en mente algo más que el distingo entre lo hispano y lo anglosajón: quiere enfrentar la presencia de otro término. El panamericanismo, surgido en 1823 de la Doctrina Monroe (“América para los americanos”), por la cual, y en especial tras la Guerra Civil, Estados Unidos desarrolló una creciente política de intervencionismo y clientelismo sobre el resto de países americanos, arropada con una indisimulada querencia por destinos manifiestos. En el momento en que se expresaba Sierra, tras la victoria de los Marines en Cuba y Filipinas, el presidente Wilson buscaba sentar las bases para un sistema de cooperación panamericana, en el marco de su visión sobre el nuevo papel internacional de Estados Unidos definido bajo el lema “el mundo debe hacerse seguro para la democracia”. Fueron los castizos Ramiro de Maeztu y José María Pemán los principales impugnadores de la idea de panamericanismo, porque lo consideraban un invento “yanqui”, usurpador y amnésico. En 1929, Santiago Magariño y Ramón Puigdollers proclamaban la idea del panhispanismo como respuesta[4].

Pronto, también en los Estados Unidos, será habitual referirse al resto del continente como Las Americas, muy en sintonía con el imperio español. O Sudamérica, aunque el término fue desarrollado por los franceses en la década de 1830 como medio de sustituir referencias españolas por otras más neutras, justo en un periodo que Francia anhelaba convertirse en tutor y mercado americano, y que culminará con la coronación del austríaco Maximiliano de Habsburgo como emperador de México en 1864 bajo protección francesa.

En ese tránsito, la Francia colonial pronto hará suya y difundirá una expresión que calará hondo y será duradera: latino. La idea de una América latina surge hacia 1850 en Colombia, Chile, Perú y México, con los conservadores llamando a Napoleón III a intervenir. En los ambientes diplomáticos de París encantó la idea de reemplazar a España en el imaginario americano a través de un concepto civilizatorio: una aspiración que empezó a materializarse en el periodo de las guerras de independencia, cuando numerosos países americanos adoptaron en sus banderas y escudos el “gorro frigio”, símbolo de la Revolución francesa, y que acabó con la generación arielista (como el uruguayo José Enrique Rodó, autor de Ariel, o el limeño José de la Riva Agüero) decidida a tomar el término de América Latina como categoría vinculante frente a los Estados Unidos.

La reacción ante tales operaciones contrahispanistas no se hizo esperar. El poeta colombiano Eduardo Carranza entendía que Latinoamérica no era más que «una palabra moderna que pretende disminuir la hazaña fundamental de España en América […] no es más que una forma de renegar de la filialidad hispánica […] en un sentido étnico y cultural me parece un término repulsivo […] Yo me siento latino, soy un criollo colombiano, hispanoamericano y, más anchamente, hispánico”. Y el filósofo Julián Marías dirá: “Esa expresión finge una unidad suficiente sin referencia a España, es decir, al principio efectivo de vinculación de sus miembros entre sí. Si se elimina el ingrediente español en los países hispánicos, se volatiliza toda conexión social que pudiera llegar a articularlos en un mundo coherente”.[5]

Latino se hizo rápidamente una expresión demasiado denotada. Para el comisario de arte Cuauhtémoc Medina, “decir América Latina establece una oposición en la que de los Estados Unidos solo nos interesa su barbarie y, en cambio, América Latina parece el término de la espiritualidad. Esto es un tropo, un pensamiento que nos atraviesa sin que podamos revisarlo. Decir latino es suponer la proyección del área civilizada romana hacia el infinito. Sería inapropiado e imposible sustituir ese mito por otro, sin quedar atrapado por otra telaraña intelectual y política inmanejable”.[6] Una dificultad de manejo lógica, precisamente porque los términos operan sobre las cosas y las estrategias se hacen inevitables. Desde esa perspectiva hay que observar al gobierno de Perón, cuando tras romper la amistad con Franco por sus acuerdos con los Estados Unidos, vuelve sus ojos hacia Italia, sustituyendo el concepto de hispanidad por el de latinidad, obviando a España y destacando el ascendente italiano en la cultura argentina.[7] Poco después la presencia de la marca latina en los medios de comunicación y entretenimiento hará innecesarias trifulcas similares. Hoy Latinoamérica es el nombre más habitual para designar el espacio del que estamos hablando.

Hacia los inicios de la Primera Guerra Mundial, y en el marco de una neutralidad española que le dio pingües beneficios y la hizo soñar con recuperar cierta ascendencia internacional, se producen los primeros intentos oficiales de institucionalizar la hispanidad a fin de contrarrestar tanto las enérgicas actitudes estadounidenses sobre sus vecinos americanos como las “veleidades” de algunos países europeos de influir en una redefinición de lo americano gracias a sus importantes flujos migratorios hacia Argentina, Brasil o Chile. La idea de la “raza” iba a servir para articular la excepcionalidad del hecho hispano, subrayando la mezcla del español y del indígena y su producto mestizo. En 1914, la Unión Ibero-Americana, presidida por el político español Faustino Rodríguez celebró el 12 de octubre como la “Fiesta de la Raza”, en reconocimiento a la aventura de Colón. Cuatro años después, el gobierno español decretaba la celebración como “Fiesta Nacional de España”, que se mantiene hasta hoy. Un año antes, en 1917, el “Día de la Raza” fue instituido por el presidente Hipólito Irigoyen como fiesta nacional argentina, idea que fue asumida rápidamente por otros gobiernos americanos. También en Argentina, el sacerdote español Zacarías de Vizcarra fue el primero en sugerir en 1926 la sustitución del término raza por el de hispanidad, un cambio que sería defendido con entusiasmo por Ramiro de Maeztu, embajador de España en Buenos Aires en 1928 y 1929. En España, la propuesta fue recogida ardientemente por intelectuales como Unamuno y Antonio Machado.

El término hispanidad comenzó a adoptar perfiles abiertamente ideológicos en un entorno, los años 30, en que los términos nacionales se hicieron política de estado. En 1934, el arzobispo fascista de Toledo y Primado de España, Isidro Gomá, realizó en Buenos Aires un intenso discurso que marcará la aproximación a la cuestión durante prácticamente tres décadas: “La palabra está ya acuñada y la usamos todos. Hispanidad es, ante todo, redención, que eso llevó España a América y a sus colonias. La Hispanidad es vocablo ecuménico […] disuelve con su luz las diferencias, las razas y las fronteras y aspira a encarnarse en la Humanidad […] Hispanidad, una categoría histórica, por lo tanto espiritual, que ha hecho, en unidad, el alma de un territorio, con sus contrastes y contradicciones, porque no hay unidad viva, si no encierra contraposiciones íntimas o luchas internas. Hispanidad no incluye ninguna nota racial, es un nombre de familia de veinte naciones hermanas que constituyen una “unidad” superior a la sangre, al color y a la raza, de la misma manera que la Cristiandad expresa la unidad de la familia cristiana […] Una denominación que a todos honra y a nadie humilla”. Será precisamente el tesón de la extrema derecha por convertir la hispanidad en símbolo que, tras el fusilamiento de Maeztu por leales a la República en 1936, su libro “Defensa de la Hispanidad” se convertirá en biblia del bando golpista, hasta el punto que en 1958, el gobierno de Franco sanciona oficialmente el “Día de la hispanidad” como la principal fiesta española.

Con el paso del tiempo, el término hispanidad irá cayendo en desuso, a causa de sus pesadas connotaciones ideológicas, mientras que el comodín “hispano” ganará adeptos gracias a su asociación con la emigración esencialmente caribeña y mexicana hacia los Estados Unidos: hispanos en Miami, chicanos en Chicago, mexicoamericanos en Los Angeles, latinos en Nueva York. Ser hispano, finalmente, se ha hecho una expresión llena tanto de lugares comunes como de equívocos. En México, por ejemplo, hispano ya nada tiene que ver con España, sólo alude a los mexicanos que viven en Estados Unidos. Ya en 1927, el socialista español Luis Araquistáin manifestó en un artículo en la prensa argentina que la hispanidad y el hispanoamericanismo eran conceptos desprestigiados: “[…] si no una moneda falsa, son por lo menos una moneda que ha perdido su cuño y que difícilmente se las admite en la circulación de las ideas”.[8]

En paralelo, a finales de los años 50, el antropólogo mexicano Gonzalo Aguirre Beltrán propuso el término Mestizoamérica para describir lo que consideraba el rasgo cultural sintético más sobresaliente del continente[9]. Esta expresión tendrá gran auge en el indigenismo a partir de los años 60, y hoy vuelve a rescatarse con fuerza[10], pero no encontrará excesivos apoyos en el ámbito académico, dominado habitualmente por un espíritu conservador poco dispuesto a cuestionar el input europeo en los procesos interculturales.

Ante el declive de la utilidad en el empleo de hispanidad y frente a las amenazas de términos que sustituyen el papel español por el del mestizo o el del indio, era necesaria la creación de nuevos términos de perfil más bajo y con menos ribetes imperialistas. De esa forma, irá recuperándose una fórmula que ya había aparecido hacia la primera década del siglo XX: Iberoamérica. El impulso definitivo a esta expresión vendría marcado por el interés del gobierno español posfranquista en renovar la influencia diplomática y económica sobre el continente, pero huyendo en la medida de lo posible de la tradicional parafernalia paternalista de la “madre y las hijas”. La ocasión perfecta para ello surgió con motivo de la campaña emprendida por el gobierno de Felipe González a fin de celebrar, al más alto nivel institucional, el quinto centenario del “descubrimiento” de América en 1992. Frente al rechazo detectado en el mundo anglófilo, francófono, y entre los países “no alineados”, y ante la visible indiferencia del gobierno de los Estados Unidos hacia a una celebración quintocentenaria que se percibía con demasiado olor colonial, España necesitaba crear una marca que le permitiera proyectar ecuanimidad y europeidad sin resabios contaminados de antaño: “[Iberoamérica] es el concepto más adecuado para definir el área geográfica sobre la que España, la nueva España democrática, debe desarrollar una acción y utilizar unos medios diferentes a los que hasta 1975 [muerte de Franco] se han aplicado en las relaciones con aquella parte del continente americano con la que nos sentimos más unidos, cultural e históricamente”[11].

Como forma de encauzar y dar visibilidad a todo ello, España ideó la Cumbre Iberoamericana de jefes de Estado y de Gobierno, cuya primera cita tuvo lugar en Guadalajara (México) en 1992, aunque la intención ya fuera formulada con anterioridad, en 1976. Las complicadas gestiones del gobierno español entre los países americanos para conseguir adhesiones a la idea, estuvieron sometidas a no pocos cambalaches. México, en ese sentido, jugó un rol esencial. En aquellos momentos, el presidente Salinas estaba negociando con Estados Unidos y Canadá su incorporación al Tratado de Libre Comercio –que finalmente firmaría en 1994-, pero era reticente respecto a las verdaderas ventajas que esto podría conllevar al país. Felipe González prometió plena colaboración diplomática, tanto desde Madrid como desde Bruselas, para allanar el camino del acuerdo, bajo la tesis de que España había encontrado un sólido suelo en la incorporación a la Unión Europea en 1986, y que México debía seguir los mismos pasos mediante su adhesión al TLC. La comparación se revelaría poco certera con el tiempo, pero sirvió bien a los objetivos españoles, puesto que México se avino a mediar entre los demás países y garantizar una mínima cooperación[12]. Las Cumbres Iberoamericanas, prácticamente financiadas por España en su totalidad, se convertirán en una de las principales herramientas de la diplomacia española hacia América.

Sin embargo, difícilmente España podía hacer tabula rasa de ciertos tics “metropolitanos”, por mucho lenguaje renovado que se quisiera proyectar. El uso de los términos “ibero” y “jefes de estado” en las Cumbres permitía dos operaciones: por un lado, incluía en la ecuación a Portugal y, especialmente importante, a la naciente potencia brasileña, generando una marca de diversidad menos exclusivista que la hispanidad, pero sobre todo justificaba la presencia del rey de España, ya que, entre los países convocados, sólo Portugal y España tienen jefes de estado diferentes a los presidentes de gobierno. La presencia del rey español era una cuestión sine qua non para la diplomacia española, pues representaba el nexo de continuidad histórica entre América y España. Nadie mejor que el propio monarca para definir su papel. Oigámosle en el año 2000 (por cierto, hablando de sí mismo en tercera persona): “Y es particularmente significativo que la consagración de la unidad española en la persona del Rey Juan Carlos I haya ido históricamente en paralelo con la formación de una Monarquía transnacional, la llamada Monarquía Hispánica, integrada por diversos países y territorios en ambos hemisferios. En ella plasmó la primera realización de la moderna idea de Occidente, desde el punto de vista cultural y político”[13]. No en vano la vigente Constitución española de 1978, en su artículo 56.1, en donde se define la institución real, señala que, entre las funciones del rey, está la de “asumir la más alta representación del estado español en las relaciones internacionales, especialmente con las naciones de su comunidad histórica”.


[1] Guillermo Céspedes del Castillo y Juan Regla, Historia de España y América, vol.iii, J. Vicens Vives (director), Vicens Vives, Barcelona, 1971.

[2] Servando Teresa de Mier, Memorias. Un fraile mexicano desterrado en Europa, Trama Editorial, Madrid, 2006 (1818), p. 93

[3] Enrique Krauze, La presencia del pasado. La huella indígena, mestiza y española de México, Tusquets, Barcelona, 2005, p. 333

[4] Ricardo Pérez Montfort, Hispanismo y Falange, Fondo de Cultura Económica, México, 1992.

[5] M. Martí, “¿Latinoamérica o Hispanoamérica?”; en http://mgar.net/docs/hispano.htm

[6] Entrevista a Cuauhtémoc Medina para la exposición El d_efecto barroco. Políticas de la imagen hispana, Centre de Cultura Contemporània de Barcelona, 2010.

[7] Ileana Rodríguez y Josebe Martínez (coord), Postcolonialidades históricas: (in)visibilidades hispanoamericanas/colonialismos ibéricos, Anthropos, Barcelona, 2008, p. 57

[8] Luis Araquistáin, “¿Es posible el hispanoamericanismo?”, La Nación, Buenos Aires, 6-11-1927. Citado en Iberoamérica mestiza. Encuentro de pueblos y culturas, SEACEX y Fundación Santillana, Madrid, 2003.

[9] Gonzalo Aguirre Beltrán, El Proceso de Aculturación y el cambio socio-cultural en México, Universidad Autónoma de México, 1957.

[10] William Ospina, Benjamin Villegas, Jimmy Weiskopf, Mestizo America: The Country of the Future, Villegas Editores, Bogotá, 2000.

[11] Juan Carlos Pereira y Ángel Cervantes, Relaciones diplomáticas entre España y América, Mapfre, Madrid, 1992, p. 74; citado en Raúl Sanhueza Carvajal, Las cumbres iberoamericanas ¿Comunidad de naciones o diplomacia clientelar?, Editorial Universitaria, Santiago de Chile, 2003, p. 23

[12] Entrevista a Porfirio Muñoz Ledo, para la exposición El d_efecto barroco. Políticas de la imagen hispana, Centre de Cultura Contemporània de Barcelona, 2010.

[13] Discurso del Rey Juan Carlos I en la inauguración de la exposición Carolus en Toledo, 05-10-2000; en Memoria de Actividades 1997-2001, Sociedad Estatal para la Conmemoración de los Centenarios de Felipe II y Carlos V, Madrid, 2001, pp. 206-210

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