Extracto del libro La memoria administrada. El barroco y lo hispano, de Jorge Luis Marzo (Katz, Madrid, 2010, pp. 20-28)
El término hispanidad es de origen confuso. Ciertamente nadie lo utilizaba en tiempos coloniales. Se hablaba de la América española y la América inglesa. Si en los Virreinatos y en España existía un sentimiento de unidad o de pertenencia a un espacio común, difícilmente podía éste expresarse a través de metáforas que fueran más allá del mero referente principal de poder: la corona. La monarquía y su aparato institucional (en especial, la figura de los virreyes) funcionaron como elementos de referencia ante la falta de conocimiento real de lo que ocurría en el extenso territorio dominado por España. Es muy significativo este punto, puesto que ni la movilidad interna entre los dominios era importante, excepto en el ámbito político y clerical, ni la emigración española a América fue tan abundante como parecería a simple vista: entre 300 y 400.000 españoles emigraron a América hasta finales del siglo XVIII.[1]
El desconocimiento de la realidad plural americana y española ha marcado indeleblemente las definiciones de la misma. Un ejemplo de la ignorancia sobre lo americano en España nos lo da la experiencia de muchos viajeros, en especial religiosos y comerciantes. Servando Teresa de Mier, dominico mexicano exiliado en España, anotaba lo siguiente en 1818: “Nos preguntaban en Cataluña, durante la guerra, si el rey de Castilla que nosotros teníamos era el mismo suyo. El nuestro, decían, es el rey de Madrid. No es esto de admirar en Cataluña. En Madrid, diciendo yo que era de México: ¡Qué rico será su rey de ustedes, pues de allá viene tanta plata! En la oficina del rey en Madrid me sucedió entrar, y diciendo que era americano se quedaron admirados. Pues usted no es negro –me decían. Por aquí ha pasado ahora un paisano de usted, me decían los frailes de San Francisco de Madrid, y preguntándoles cómo lo conocían, me respondieron que era negro. En las Cortes, el procurador de Cádiz, clérigo filipense, preguntó si los americanos éramos blancos y profesábamos la religión católica. En algunos lugares, oyendo que yo era de América, me pedían razón de fulano o zutano; es fuerza que usted lo conozca, me decían, pues tal año pasó a las Indias. Como que éstas se redujesen a algún lugarejo.”[2]
La hispanidad y lo hispanoamericano, como términos, probablemente fueron utilizados originalmente por Simón Bolívar, también en 1818, en sus esfuerzos diplomáticos por poner fin a la guerra entre España y América, y establecer una federación hispano-americana con igualdad de derechos y eliminación de aduanas. Pero será hacia finales del siglo XIX que la expresión “hispanidad” empezará a dotarse de nuevos argumentos con la pérdida española de las últimas colonias americanas y su cesión a la tutela de los Estados Unidos. El creciente recelo de muchos países americanos a la política del “big stick” del gigante empujará a algunas de sus elites políticas e intelectuales a un acercamiento a España, que coincidirá, a su vez, con la conciencia española de la pérdida. Esa reflexión intensa y desasosegada se acabó condensando en la llamada Generación del 98, influyente donde las haya en la construcción moderna del mito histórico español.
El mexicano Justo Sierra se encargará –como el nicaragüense Rubén Darío o el uruguayo José Enrique Rodó- de redefinir esa nueva relación. En 1900, Sierra pronuncia ante los asistentes al Congreso Hispanoamericano de Madrid un discurso de franca reconciliación con “nuestra gran madre histórica” en el que fijaba los elementos distintivos entre la cultura “latina” y la que él denominaba “germánica”: “Conviven en nuestro continente el grupo latino y el grupo germánico, y tenemos tendencias distintas, es indudable; nosotros consideraremos siempre la acción individual como un medio de realizar la solidaridad social, y el grupo germánico, en su rama sajona sobre todo, considera a la sociedad como un medio para reforzar la acción individual; entre estos dos polos se mueve el mundo moderno”.[3]
Sierra tiene en mente algo más que el distingo entre lo hispano y lo anglosajón: quiere enfrentar la presencia de otro término. El panamericanismo, surgido en 1823 de la Doctrina Monroe (“América para los americanos”), por la cual, y en especial tras la Guerra Civil, Estados Unidos desarrolló una creciente política de intervencionismo y clientelismo sobre el resto de países americanos, arropada con una indisimulada querencia por destinos manifiestos. En el momento en que se expresaba Sierra, tras la victoria de los Marines en Cuba y Filipinas, el presidente Wilson buscaba sentar las bases para un sistema de cooperación panamericana, en el marco de su visión sobre el nuevo papel internacional de Estados Unidos definido bajo el lema “el mundo debe hacerse seguro para la democracia”. Fueron los castizos Ramiro de Maeztu y José María Pemán los principales impugnadores de la idea de panamericanismo, porque lo consideraban un invento “yanqui”, usurpador y amnésico. En 1929, Santiago Magariño y Ramón Puigdollers proclamaban la idea del panhispanismo como respuesta[4].
Pronto, también en los Estados Unidos, será habitual referirse al resto del continente como Las Americas, muy en sintonía con el imperio español. O Sudamérica, aunque el término fue desarrollado por los franceses en la década de 1830 como medio de sustituir referencias españolas por otras más neutras, justo en un periodo que Francia anhelaba convertirse en tutor y mercado americano, y que culminará con la coronación del austríaco Maximiliano de Habsburgo como emperador de México en 1864 bajo protección francesa.
En ese tránsito, la Francia colonial pronto hará suya y difundirá una expresión que calará hondo y será duradera: latino. La idea de una América latina surge hacia 1850 en Colombia, Chile, Perú y México, con los conservadores llamando a Napoleón III a intervenir. En los ambientes diplomáticos de París encantó la idea de reemplazar a España en el imaginario americano a través de un concepto civilizatorio: una aspiración que empezó a materializarse en el periodo de las guerras de independencia, cuando numerosos países americanos adoptaron en sus banderas y escudos el “gorro frigio”, símbolo de la Revolución francesa, y que acabó con la generación arielista (como el uruguayo José Enrique Rodó, autor de Ariel, o el limeño José de la Riva Agüero) decidida a tomar el término de América Latina como categoría vinculante frente a los Estados Unidos.
La reacción ante tales operaciones contrahispanistas no se hizo esperar. El poeta colombiano Eduardo Carranza entendía que Latinoamérica no era más que «una palabra moderna que pretende disminuir la hazaña fundamental de España en América […] no es más que una forma de renegar de la filialidad hispánica […] en un sentido étnico y cultural me parece un término repulsivo […] Yo me siento latino, soy un criollo colombiano, hispanoamericano y, más anchamente, hispánico”. Y el filósofo Julián Marías dirá: “Esa expresión finge una unidad suficiente sin referencia a España, es decir, al principio efectivo de vinculación de sus miembros entre sí. Si se elimina el ingrediente español en los países hispánicos, se volatiliza toda conexión social que pudiera llegar a articularlos en un mundo coherente”.[5]
Latino se hizo rápidamente una expresión demasiado denotada. Para el comisario de arte Cuauhtémoc Medina, “decir América Latina establece una oposición en la que de los Estados Unidos solo nos interesa su barbarie y, en cambio, América Latina parece el término de la espiritualidad. Esto es un tropo, un pensamiento que nos atraviesa sin que podamos revisarlo. Decir latino es suponer la proyección del área civilizada romana hacia el infinito. Sería inapropiado e imposible sustituir ese mito por otro, sin quedar atrapado por otra telaraña intelectual y política inmanejable”.[6] Una dificultad de manejo lógica, precisamente porque los términos operan sobre las cosas y las estrategias se hacen inevitables. Desde esa perspectiva hay que observar al gobierno de Perón, cuando tras romper la amistad con Franco por sus acuerdos con los Estados Unidos, vuelve sus ojos hacia Italia, sustituyendo el concepto de hispanidad por el de latinidad, obviando a España y destacando el ascendente italiano en la cultura argentina.[7] Poco después la presencia de la marca latina en los medios de comunicación y entretenimiento hará innecesarias trifulcas similares. Hoy Latinoamérica es el nombre más habitual para designar el espacio del que estamos hablando.
Hacia los inicios de la Primera Guerra Mundial, y en el marco de una neutralidad española que le dio pingües beneficios y la hizo soñar con recuperar cierta ascendencia internacional, se producen los primeros intentos oficiales de institucionalizar la hispanidad a fin de contrarrestar tanto las enérgicas actitudes estadounidenses sobre sus vecinos americanos como las “veleidades” de algunos países europeos de influir en una redefinición de lo americano gracias a sus importantes flujos migratorios hacia Argentina, Brasil o Chile. La idea de la “raza” iba a servir para articular la excepcionalidad del hecho hispano, subrayando la mezcla del español y del indígena y su producto mestizo. En 1914, la Unión Ibero-Americana, presidida por el político español Faustino Rodríguez celebró el 12 de octubre como la “Fiesta de la Raza”, en reconocimiento a la aventura de Colón. Cuatro años después, el gobierno español decretaba la celebración como “Fiesta Nacional de España”, que se mantiene hasta hoy. Un año antes, en 1917, el “Día de la Raza” fue instituido por el presidente Hipólito Irigoyen como fiesta nacional argentina, idea que fue asumida rápidamente por otros gobiernos americanos. También en Argentina, el sacerdote español Zacarías de Vizcarra fue el primero en sugerir en 1926 la sustitución del término raza por el de hispanidad, un cambio que sería defendido con entusiasmo por Ramiro de Maeztu, embajador de España en Buenos Aires en 1928 y 1929. En España, la propuesta fue recogida ardientemente por intelectuales como Unamuno y Antonio Machado.
El término hispanidad comenzó a adoptar perfiles abiertamente ideológicos en un entorno, los años 30, en que los términos nacionales se hicieron política de estado. En 1934, el arzobispo fascista de Toledo y Primado de España, Isidro Gomá, realizó en Buenos Aires un intenso discurso que marcará la aproximación a la cuestión durante prácticamente tres décadas: “La palabra está ya acuñada y la usamos todos. Hispanidad es, ante todo, redención, que eso llevó España a América y a sus colonias. La Hispanidad es vocablo ecuménico […] disuelve con su luz las diferencias, las razas y las fronteras y aspira a encarnarse en la Humanidad […] Hispanidad, una categoría histórica, por lo tanto espiritual, que ha hecho, en unidad, el alma de un territorio, con sus contrastes y contradicciones, porque no hay unidad viva, si no encierra contraposiciones íntimas o luchas internas. Hispanidad no incluye ninguna nota racial, es un nombre de familia de veinte naciones hermanas que constituyen una “unidad” superior a la sangre, al color y a la raza, de la misma manera que la Cristiandad expresa la unidad de la familia cristiana […] Una denominación que a todos honra y a nadie humilla”. Será precisamente el tesón de la extrema derecha por convertir la hispanidad en símbolo que, tras el fusilamiento de Maeztu por leales a la República en 1936, su libro “Defensa de la Hispanidad” se convertirá en biblia del bando golpista, hasta el punto que en 1958, el gobierno de Franco sanciona oficialmente el “Día de la hispanidad” como la principal fiesta española.
Con el paso del tiempo, el término hispanidad irá cayendo en desuso, a causa de sus pesadas connotaciones ideológicas, mientras que el comodín “hispano” ganará adeptos gracias a su asociación con la emigración esencialmente caribeña y mexicana hacia los Estados Unidos: hispanos en Miami, chicanos en Chicago, mexicoamericanos en Los Angeles, latinos en Nueva York. Ser hispano, finalmente, se ha hecho una expresión llena tanto de lugares comunes como de equívocos. En México, por ejemplo, hispano ya nada tiene que ver con España, sólo alude a los mexicanos que viven en Estados Unidos. Ya en 1927, el socialista español Luis Araquistáin manifestó en un artículo en la prensa argentina que la hispanidad y el hispanoamericanismo eran conceptos desprestigiados: “[…] si no una moneda falsa, son por lo menos una moneda que ha perdido su cuño y que difícilmente se las admite en la circulación de las ideas”.[8]
En paralelo, a finales de los años 50, el antropólogo mexicano Gonzalo Aguirre Beltrán propuso el término Mestizoamérica para describir lo que consideraba el rasgo cultural sintético más sobresaliente del continente[9]. Esta expresión tendrá gran auge en el indigenismo a partir de los años 60, y hoy vuelve a rescatarse con fuerza[10], pero no encontrará excesivos apoyos en el ámbito académico, dominado habitualmente por un espíritu conservador poco dispuesto a cuestionar el input europeo en los procesos interculturales.
Ante el declive de la utilidad en el empleo de hispanidad y frente a las amenazas de términos que sustituyen el papel español por el del mestizo o el del indio, era necesaria la creación de nuevos términos de perfil más bajo y con menos ribetes imperialistas. De esa forma, irá recuperándose una fórmula que ya había aparecido hacia la primera década del siglo XX: Iberoamérica. El impulso definitivo a esta expresión vendría marcado por el interés del gobierno español posfranquista en renovar la influencia diplomática y económica sobre el continente, pero huyendo en la medida de lo posible de la tradicional parafernalia paternalista de la “madre y las hijas”. La ocasión perfecta para ello surgió con motivo de la campaña emprendida por el gobierno de Felipe González a fin de celebrar, al más alto nivel institucional, el quinto centenario del “descubrimiento” de América en 1992. Frente al rechazo detectado en el mundo anglófilo, francófono, y entre los países “no alineados”, y ante la visible indiferencia del gobierno de los Estados Unidos hacia a una celebración quintocentenaria que se percibía con demasiado olor colonial, España necesitaba crear una marca que le permitiera proyectar ecuanimidad y europeidad sin resabios contaminados de antaño: “[Iberoamérica] es el concepto más adecuado para definir el área geográfica sobre la que España, la nueva España democrática, debe desarrollar una acción y utilizar unos medios diferentes a los que hasta 1975 [muerte de Franco] se han aplicado en las relaciones con aquella parte del continente americano con la que nos sentimos más unidos, cultural e históricamente”[11].
Como forma de encauzar y dar visibilidad a todo ello, España ideó la Cumbre Iberoamericana de jefes de Estado y de Gobierno, cuya primera cita tuvo lugar en Guadalajara (México) en 1992, aunque la intención ya fuera formulada con anterioridad, en 1976. Las complicadas gestiones del gobierno español entre los países americanos para conseguir adhesiones a la idea, estuvieron sometidas a no pocos cambalaches. México, en ese sentido, jugó un rol esencial. En aquellos momentos, el presidente Salinas estaba negociando con Estados Unidos y Canadá su incorporación al Tratado de Libre Comercio –que finalmente firmaría en 1994-, pero era reticente respecto a las verdaderas ventajas que esto podría conllevar al país. Felipe González prometió plena colaboración diplomática, tanto desde Madrid como desde Bruselas, para allanar el camino del acuerdo, bajo la tesis de que España había encontrado un sólido suelo en la incorporación a la Unión Europea en 1986, y que México debía seguir los mismos pasos mediante su adhesión al TLC. La comparación se revelaría poco certera con el tiempo, pero sirvió bien a los objetivos españoles, puesto que México se avino a mediar entre los demás países y garantizar una mínima cooperación[12]. Las Cumbres Iberoamericanas, prácticamente financiadas por España en su totalidad, se convertirán en una de las principales herramientas de la diplomacia española hacia América.
Sin embargo, difícilmente España podía hacer tabula rasa de ciertos tics “metropolitanos”, por mucho lenguaje renovado que se quisiera proyectar. El uso de los términos “ibero” y “jefes de estado” en las Cumbres permitía dos operaciones: por un lado, incluía en la ecuación a Portugal y, especialmente importante, a la naciente potencia brasileña, generando una marca de diversidad menos exclusivista que la hispanidad, pero sobre todo justificaba la presencia del rey de España, ya que, entre los países convocados, sólo Portugal y España tienen jefes de estado diferentes a los presidentes de gobierno. La presencia del rey español era una cuestión sine qua non para la diplomacia española, pues representaba el nexo de continuidad histórica entre América y España. Nadie mejor que el propio monarca para definir su papel. Oigámosle en el año 2000 (por cierto, hablando de sí mismo en tercera persona): “Y es particularmente significativo que la consagración de la unidad española en la persona del Rey Juan Carlos I haya ido históricamente en paralelo con la formación de una Monarquía transnacional, la llamada Monarquía Hispánica, integrada por diversos países y territorios en ambos hemisferios. En ella plasmó la primera realización de la moderna idea de Occidente, desde el punto de vista cultural y político”[13]. No en vano la vigente Constitución española de 1978, en su artículo 56.1, en donde se define la institución real, señala que, entre las funciones del rey, está la de “asumir la más alta representación del estado español en las relaciones internacionales, especialmente con las naciones de su comunidad histórica”.
[1] Guillermo Céspedes del Castillo y Juan Regla, Historia de España y América, vol.iii, J. Vicens Vives (director), Vicens Vives, Barcelona, 1971.
[2] Servando Teresa de Mier, Memorias. Un fraile mexicano desterrado en Europa, Trama Editorial, Madrid, 2006 (1818), p. 93
[3] Enrique Krauze, La presencia del pasado. La huella indígena, mestiza y española de México, Tusquets, Barcelona, 2005, p. 333
[4] Ricardo Pérez Montfort, Hispanismo y Falange, Fondo de Cultura Económica, México, 1992.
[5] M. Martí, “¿Latinoamérica o Hispanoamérica?”; en http://mgar.net/docs/hispano.htm
[6] Entrevista a Cuauhtémoc Medina para la exposición El d_efecto barroco. Políticas de la imagen hispana, Centre de Cultura Contemporània de Barcelona, 2010.
[7] Ileana Rodríguez y Josebe Martínez (coord), Postcolonialidades históricas: (in)visibilidades hispanoamericanas/colonialismos ibéricos, Anthropos, Barcelona, 2008, p. 57
[8] Luis Araquistáin, “¿Es posible el hispanoamericanismo?”, La Nación, Buenos Aires, 6-11-1927. Citado en Iberoamérica mestiza. Encuentro de pueblos y culturas, SEACEX y Fundación Santillana, Madrid, 2003.
[9] Gonzalo Aguirre Beltrán, El Proceso de Aculturación y el cambio socio-cultural en México, Universidad Autónoma de México, 1957.
[10] William Ospina, Benjamin Villegas, Jimmy Weiskopf, Mestizo America: The Country of the Future, Villegas Editores, Bogotá, 2000.
[11] Juan Carlos Pereira y Ángel Cervantes, Relaciones diplomáticas entre España y América, Mapfre, Madrid, 1992, p. 74; citado en Raúl Sanhueza Carvajal, Las cumbres iberoamericanas ¿Comunidad de naciones o diplomacia clientelar?, Editorial Universitaria, Santiago de Chile, 2003, p. 23
[12] Entrevista a Porfirio Muñoz Ledo, para la exposición El d_efecto barroco. Políticas de la imagen hispana, Centre de Cultura Contemporània de Barcelona, 2010.
[13] Discurso del Rey Juan Carlos I en la inauguración de la exposición Carolus en Toledo, 05-10-2000; en Memoria de Actividades 1997-2001, Sociedad Estatal para la Conmemoración de los Centenarios de Felipe II y Carlos V, Madrid, 2001, pp. 206-210
Me gusta esto:
Me gusta Cargando...