Manuel Fraga y el arte: su legado

Tradución galega aquí.

En la tarde del 11 de noviembre de 1951, Salvador Dalí pronunció una conferencia en el Teatro María Guerrero de Madrid delante de la flor y nata de la burguesía y aristocracia madrileñas, anunciada con el título “Picasso y yo”. Sobre el escenario acusó a Picasso de haber intentado “matar la belleza del arte con su materialismo comunista”, pero invitaba a los presentes a firmar un telegrama en el que se le pedía al artista malagueño que regresara a España por lo que representaba de “gloria de la pintura española, por encima de las ideologías divergentes”. Desde París, Picasso comentará con sorna pocos días después: “Dalí tiene la mano tendida, pero yo sólo veo la falange”.


Foto: En un salón del Instituto de Cultura Hispánica, en Madrid (11 de noviembre de 1951), tras la conferencia de Salvador Dalí en el Teatro María Guerrero. De derecha a izquierda: el poeta Leopoldo Panero (de espaldas), Gonzalo Serraclara (abogado), Manuel Fraga, Salvador Dalí, Antonio Gallego Burín (director general de Bellas Artes), y el crítico de arte Rafael Santos Torroella.

Ni que decir tiene que el esperpento de Dalí hizo las delicias del público, el cual, entre anonadado y encantado con un acto que rompía con el aburrimiento de las grises actividades artísticas de la época, se imaginaba ya de vuelta a la vanguardia. Desde luego, aquel “número” no había salido de la calenturienta sesera de Dalí. Al contrario, él hizo el papel de conejo saliendo de la chistera en el primero de una secuencia de ejercicios de prestidigitación urdidos por quien, con el tiempo, sería considerado el principal mago de la propaganda del régimen: Manuel Fraga Iribarne.

Manuel Fraga era, a la sazón, secretario general del Instituto de Cultura Hispánica (ICH), el organismo que había organizado el acto. Junto a Leopoldo Panero, Carlos Robles Piquer y Alfredo Sánchez Bella, Fraga imaginó al ICH como un vehículo idóneo para conseguir que la dictadura adquiriera una “normalidad” cultural, esto es, para que ofreciera una apariencia de libre creatividad homologable a la del resto de países occidentales. Ya desde su fundación en 1948, el ICH había creado una serie de instrumentos para llevar a cabo esa política. Se fundó la notoria revista Cuadernos Hispanoamericanos, que sería dirigida sucesivamente por Pedro Laín Entralgo, Luis Rosales, José Antonio Maravall y Félix Grande. En 1951, se abrieron las puertas de la I Bienal Hispanoamericana de Arte en Madrid, organizada “por muy feliz iniciativa de Manuel Fraga y Alfredo Sánchez Bella”, según las palabras del historiador y crítico Manuel Sánchez-Camargo, que, en su opinión “fue el acontecimiento más decisivo de nuestra vida artística casi nos atrevemos a decir que en siglos […] se dio entrada a los artistas famosos fuera de nuestras fronteras y olvidados dentro de ellas; se entronizó el esfuerzo creacional, y se apartó la pintura imitativa, formularia, fría y pasada. De allí nació ese arte español que hoy triunfa en el mundo”. En 1952, se abre el Instituto de Cooperación Hispanoamericana, controlado por Sánchez Bella, Fraga y Luis Rosales, que se convertirá en una de las principales catapultas del franquismo cultural hacia los Estados Unidos, con el apoyo explícito de José María de Areilza, embajador de España en Washington. El ICH, y su creciente militancia anglófila, pronto será esencial en el acelerado acercamiento del régimen a los Estados Unidos.

En 1953, Fraga mostró un singular interés por patrocinar el primer Congreso de Arte Abstracto de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo de Santander, un proyecto gestado por el arquitecto José Luis Fernández del Amo, pero que Fraga acabará financiando, tutelando sus contenidos. Aquel congreso, y una gran Exposición Internacional de Arte Abstracto que se presentó en paralelo, supusieron un notable paso en la escalada del régimen por ofrecer apoyo a aquellas iniciativas culturales que pudieran transformar tanto la imagen externa del país, como convencer al franquismo más ultramontano y casposo de las ventajas diplomáticas de una apuesta por la vanguardia abstracta, de la que aborrecía buena parte de la academia, que la consideraba antiespañola: “¿Es que el arte abstracto puede poner en peligro la personalidad nacional?”, se preguntaba en 1952 un crítico de arte afín a los postulados de Fraga: “Un modo de pintar no puede ir en contra de nadie, y menos cuando esos artistas han demostrado ser españoles hasta la médula, por grandes rebeldes, por grandes inventores, por grandes creadores”.

Fraga enarboló la decisiva estrategia del régimen de promover la vanguardia abstracta, especialmente en los foros internacionales, como vía para maquillar la realidad social y política de la España de la década de los cincuenta. El apoyo del gobierno a los artistas “informalistas” de Dau al Set (Tàpies, Ponç, Cuixart…), del grupo El Paso (Saura, Millares, Feito, Rivera, Viola, Chirino, Canogar…), de Chillida, de Oteiza, etc., tuvo como premio la consecución de numerosos galardones internacionales para estos artistas, y la proyección de un país en el que parecía que no pasaba nada excepcional. Pero también comportó dos enormes paradojas, muy duraderas. La primera, propiciar con enorme astucia el colaboracionismo activo de aquellos creadores con un régimen del que no se sentían especialmente adeptos, desactivando cualquier pretensión crítica o molesta que hubiera en las obras o en los artistas en el nombre de la tradicional rebeldía, visceralidad y trascendencia del arte español. Esa desactivación ha calado hondo en la propia historia del arte español: ¿qué pensaríamos si, por ejemplo, Joseph Beuys hubiera colaborado toda una década con el nazismo? ¿por qué esta pregunta no nos la hemos hecho en España respecto de aquella situación? Una pregunta, que temiendo respuestas incómodas –y no necesariamente condenatorias- no se ha hecho en nuestro país con la profundidad debida.

La segunda paradoja, íntimamente ligada a la anterior, tiene que ver con una obsesión de Fraga y de la generación que éste representó en el marco de la elite del régimen: frente al desastre español en lo político (del que él, naturalmente, no se sentía responsable), la cultura debía convertirse en un polo de reunión, comunión y consenso. La cultura debía estar exenta de ideologías para que fuera -como, desde su óptica, siempre había sido- el espacio de encuentro entre los españoles. El arte tendría que referirse sólo a sí mismo, sin referencias externas que contaminaran su autonomía. Y, de hecho, en las conclusiones del congreso santanderino, redactadas por relevantes figuras del arte como José María Moreno Galván, Jorge Oteiza, Sebastià Gasch, Alexandre Cirici o Luis Felipe Vivanco, se puede leer “el arte no tolera concesión alguna a valor que caiga fuera del arte”. Nos podemos imaginar los rostros de satisfacción en los despachos del ICH ante estas manifestaciones de los artistas y críticos de vanguardia, que, a la postre, harán factible que Fraga y otros promuevan entre las más altas instancias del poder la asunción de la vanguardia en el seno del siempre precario programa cultural franquista, y el abandono de las grises estéticas imperiales o academicistas.

En 1965, Moreno Galván acuñó el término “Generación Fraga” –que incluía a Laín, Tovar, Ridruejo, Rosales, Panero, Vivanco, Madariaga, Aranguren, a Vicky Eiroa, a la deportista Lilí Álvarez y a la galerista Juana Mordó, quien los reunía a todos en sus cenas- y a la que definió de la siguiente guisa: “Esa gente que no hizo la guerra y, si la hizo, no se manchó las manos en su sangre. Casi todos ellos, no todos, se sienten ligados al bando vencedor por muchos lazos: por el de la catolicidad, por el de una ideología aristocráticamente falangista, por razones familiares, por todo; pero se sienten al mismo tiempo tenuemente desligados de la chocarrera gritería de la victoria. Por dos razones fundamentales: porque les huele mal la sangre corrompida y por estética”. Se trata de una generación burguesa, bien educada, estupendamente relacionada, que viaja a menudo a París, a Londres, a Roma, a Buenos Aires, y cada vez más a Nueva York. Van a misa pero leen a Sartre, a Camus. Visitan las bienales de Venecia y Sao Paulo, y todos darían una mano por conocer en persona a Picasso, del que hablan en todas las tertulias. En cambio, a Dalí, lo consideran un bufón necesario, pero que no corresponde con los ideales de “modernidad” que persiguen. En un periódico gallego, una entrevista a Fraga en calidad de secretario del ICH en 1952 se titulaba así: “Vale más Fraga en mano que Dalí volando…”. Es una generación en busca de un modelo cultural que los represente pero que no cuestione su status político y económico. Persiguen un modelo que solucione la excepcionalidad internacional de España, sin darse cuenta de que el origen de esa situación está en la propia dictadura y en el papel que ellos se han dado en la misma. Los sectores vinculados al ICH anhelan poder transformar el academicismo artístico en una poderosa corriente de vanguardia que los sitúe en una posición de igualdad cuando viajen por ahí. Y se lo acabaron creyendo.

Fraga y aquellos agentes culturales “liberales” del franquismo no conseguirán del todo sus objetivos estéticos –como era de esperar en una dictadura militar, beata y antimoderna-, pero los indudables éxitos diplomáticos que se obtuvieron marcarán a fuego lento una constante en las políticas culturales de la transición y de los años ochenta: la cultura como un lugar desprovisto de conflicto. De aquellos polvos vendrán ciertos lodos. Una vez llegue el momento de la “transacción” democrática, Fraga y muchos dirigentes como él, blandirán su interpretación consensual de la cultura como modelo efectivo y antiideológico, y mostrarán el éxito de la política artística franquista al tratar la vanguardia de los años cincuenta como la mejor carta de presentación respecto a la viabilidad de un arte hecho por artistas que se llaman de izquierdas: “porque el arte está por encima de las ideologías divergentes”.

En 1962, Manuel Fraga pasaría a dirigir el Ministerio de Información y Turismo gracias a su magnífica carrera de prestidigitador oficial. El franquismo se hizo burgués y, con ello, la alta burguesía podrá encarar la realidad de la dictadura sin emponzoñarse en la política. Gracias a esa simbiosis, la burguesía logrará que la dictadura militar se siga sosteniendo. El franquismo creó el turismo y triunfó. Benidorm y Marbella fueron las apuestas claras de un régimen que buscaba fachadas tras las que ocultar una dictadura. Para que ello pudiera legitimarse, emplazó el discurso en una terapia social más amplia: la despolitización. El recurso a la prestidigitación social mediante términos como “apertura”, “desarrollo” y “bienestar”, abrió la puerta para que un gran número de personas asumiesen que el turismo era una escapatoria al sistema, una especie de eslabón en la secuencia de hechos que ineludiblemente comportaban más libertad. Lógicamente, era una libertad sin directa impregnación política: una libertad a la que se podía acceder únicamente desde la despolitización. En esta dirección podemos comprender el nacimiento de los potentes contextos turísticos de Canarias, Baleares o la Costa Brava: entornos desarrollados ya no solamente desde los Ministerios sino desde la iniciativa privada; a menudo, meramente individual, como es el caso catalán.

Existe una consideración, profundamente anclada en el imaginario sociopolítico nacional, que dice que el turismo promovió y permitió a los españoles acercarse a la democracia, aún “a pesar de” la dictadura. El turismo representó, en el marco de esta visión, un “caballo de troya” en las anquilosadas estructuras franquistas; un soplo de aire fresco que canalizó las bases de un sistema plural de derecho: “libre circulación de personas”, “contacto con el mundo exterior”, “acceso a nuevos mercados y divisas”, “tráfico de ideas y costumbres”. Al mismo tiempo, el turismo proporcionó el acceso al bienestar, a la segunda residencia, al automóvil (Sociedad Española de Automóviles de Turismo, SEAT), a un espacio público ya exento de conflictos, a las primeras fortunas y, sobre todo, se legitimó como base financiera de la familia: la inversión inmobiliaria se convertiría en la garantía de futuro, al contrario que en el resto de Europa, en donde los capitales familiares encontraban cobijo en el ahorro, en la industria, en los bancos, o en las cuentas bursátiles. Además, los intereses turísticos servían de trampolín o cobertura a los más variados pelajes e intereses políticos.

La burguesía que mantuvo viva la dictadura y que después se hizo demócrata entendió perfectamente el mensaje lanzado por Fraga y sus adláteres respecto al arte y al turismo. Mientras las exitosas políticas turísticas del franquismo se vendieron mediante la apelación al “bienestar” (cuyos ecos aún se escuchan en boca de políticos como Mayor Oreja o José Bono), las triunfantes manifestaciones artísticas de los años cincuenta se justificaron por la “creación de liberalidad” en el estrecho marco de una dictadura. Ambos artilugios intelectuales se convirtieron rápidamente a principios de los años ochenta en marcos de referencia a la hora de legitimar el arte y la cultura como mecanismos generadores de ciudadanía, como polos de reunión social, y por consiguiente, desconflictuados. Ese deseado proceso “ciudadano” chocará en breve con la propia contradicción de sus términos fundacionales. No se trata de una ciudadanía participante y generadora de política, sino un ciudadanía basada en el bienestar y en la liberalidad, pero despolitizada. Ello se ha traducido en un fenomenal negocio. La industria cultural ha devenido un factor fundamental en la transformación de los imaginarios y las representaciones sociales, pero no en la quimérica creación de ciudadanía, que finalmente se ha convertido en un mero y consensuante consumidor cultural. El valor de la cultura en España ha producido una comunión extraordinaria de los intereses de estado -en sus variadas formas-, la iniciativa privada, y los intelectuales empotrados en el sistema, creando una profunda interiorización y subjetivación del discurso del poder tanto en creadores como en consumidores.

En eso, el papel de Fraga Iribarne es esencial e ineludible. Fraga estaba convencido que la cultura (el arte o el “estilo de vida”, él no hacía distingos) era la perfecta metáfora de la fuerza social frente a los vaivenes políticos; que el arte y el turismo espejaban la vitalidad ciudadana; pero ambos dominios debían expresarse por una clase política “intérprete” de esa vitalidad, capaz de generar las dinámicas necesarias para mantenerla y promoverla. En pocas palabras, Fraga legó a la democracia la manipulación y el secuestro de la expresión cultural del pueblo que él mismo pretendía celebrar. Convenció a muchos de que esa expresión, o era sin aristas, o no era. Tanto el arte como el turismo han devenido iconos de lo nacional, marcas y logos de una identidad construida a base de pergeñar historias y relatos mediante medias verdades y números ilusionistas que sólo están al servicio de inversores financieros y políticos, siempre desinteresados en cualquier cosa que huela a conflicto. Y al César lo que es del César: eso fue cosa de Fraga, o al menos, fue quien lo articuló con más pericia.

fraga

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9 respuestas a Manuel Fraga y el arte: su legado

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  2. Aristarc dijo:

    Nada que objetar, salvo a la adscripción al informalismo del pintor Joan Ponç (Dau al Set). Precisamente fue Ponç, junto con los escritores Joan Brossa y Juan Eduardo Cirlot, el único fiel al espírítu inicial del grupo: surrealismo, magicismo, demonismo.

  3. Infrmtca dijo:

    Muy buen artículo, si es todo de memoria, chapó. Si no, chapó también.

  4. sinverguenza dijo:

    Sin dejar de lado su papel en el régimen de Paquita la culona o su condición de Padre de la Patria en nuestra ejemplar transición, no podemos olvidar el legado de Fraga en su etapa final como presidente autonómico-zombie, que supone hoy una losa enorme sobre la cabeza de los gallegos.
    Me refiero, destacándola sobre tantas otras aberraciones, a la «Cidade da Cultura», el megalómano complejo arquitectónico construido en Santiago de Compostela por voluntad expresa de don Manuel, que el actual gobierno de Feijoo intenta tímidamente ir dotando de contenidos, contando con la colaboración y complacencia de agentes culturales y artistas que, desde el cinismo o la inconsciencia, brindan con su presencia y complicidad un cierto grado de legitimación a esa infraestructura excesiva, destructora del tejido socioeconómico de todo un territorio y mayoritariamente rechazada por la ciudadanía.

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  6. j dijo:

    pues que una vez muerto Tàpies y Fraga, España se queda sola. ¿Por qué no se reconoce que el pintor fue hasta premiado en Venecia gracias al régimen? Ahora sólo se dice que luchó contra la dictadura? ¿Y él, cuando se ha encargado de tapar cualquier conexión documental?

  7. sinverguenza dijo:

  8. Paco Barragán dijo:

    Hola:
    Interesante artículo.

    El hecho es que España sigue de facto en la época franquista (no se puede decir post-franquista) y el arte y sus estructuras, a diferencia de lo que se esperaba y ha ocurrido en otros países, no sólo no ha servido para democratizar el país y conseguir una conciencia crítica sino que solo ha servido para mantener el statu quo.

    En cuanto a Tapies, el vídeo es irónico, pero es un hecho que 1) fue el franquismo el que lo lanzó internacionalmente pagando exposiciones en las que él participaba (nadie le obligó a ello) y que le llevaron al Guggenheim, MoMA, etc y que debido a ello el Sr Tapies consiguió acceder a galerías privadas como Martha Jackson en Nueva York o la Galería Stadler en París a principios de los años 50. Años más tarde ya se distancia del régimen porque le conviene. De hecho, muchos artistas que no pertenecían al informalismo abstracto se quejaron de ese trato preferencial.

    Los artistas que no se plegaron al régimen tuvieron que emigrar y morir olvidados por el ancho mundo (México, Puerto Rico, República Dominicana, Argentina, Francia, etc), excepto, claro es, Picasso y tres más. El resto se quedó en España y participó por activa o por pasiva de la política del régimen. Tapies no puede decir que no lo sabía. La idea que se tiene en el extranjero de que Tapies es ese gran demócrata anti-dictadura es totalmente falsa y solo se basa en desconocimiento. Pero las cosas se pondrán en su sitio.

    Es divertido ver la cantidad de demócratas que surgieron con el advenimiento de la democracia de repente.

    La transición es una farsa, un engañabobos. En España no se ha hecho ninguna transición, pero conseguimos, al igual que lo que hacía Fraga con el informalismo, vender la idea de que todo era normal y que España tenía una transición modélica a la democracia, y el invento de la ‘movida’ ayudó mucho en ello. Y supongo que será por eso por lo que nuestros jueces se dedican a perseguir a dictadores chilenos y argentinos en vez de mirar y analizar nuestro propio pasado que sigue siendo tabú.

    En cuanto al mundo del arte, sigue siendo igual de retrógrado y carca que antes y con instrumentos de promoción que proceden directamente del franquismo.

    Un saludo
    Paco Barragán

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